La paz, literalmente quietud y silencio, es para los dictadores militares,
redundo porque toda dictadura es militar o no puede ser dictadura, la
ausencia absoluta de expresión crítica por coacción. Quien quiera
trabajo, comida, salud o educación debe obedecer sin chistar. Eso es la
paz de los sepulcros. Un sátrapa del Oriente explicaba a un visitante
cómo mantenía su país en bucólica quietud: “¿Ves aquella espiga que
sobresale sobre el armónico nivel de las demás? Sacó su espada y la
cercenó de un tajo. “Así mantengo mi reino en paz”. Traducido esto a
lenguaje chavista como “candelita que se prende, candelita que se
apaga”. Juan Vicente Gómez, despreciable tirano venezolano, solía
contemplar reflexivamente la tranquilidad del paisaje maracayero, y el
silencioso bucolismo, lo incitaba a exclamar, con profunda satisfacción:
“Umjú, anjá, el país está en paz, si señó”. Como un cementerio estaba
el país, silenciado por el terror. Sus cárceles estaban repletas de
desgraciados colgados en ganchos de carnicería, por haberse atrevido a
criticar cualquier nimiedad. Su ley era un par de grillos en sus
ergástulas siniestras. Los presos, eran “enemigos del gobierno” o sea de
Dios y, por lo tanto, no tenían derecho ni a las visitas de sus
familiares. Como Leopoldo López.
El lema del miserable rústico era “Unión, paz y trabajo”, que, por lo
bajo, el pueblo traducía “unión en las cárceles, paz en los cementerios y
trabajo en las carreteras”, que eran abiertas, a través de intricadas
serranías, a pico y pala, por jóvenes presos políticos, arrancados de la
Universidad, como la de las Trincheras, en el estado Carabobo. Bajo su
férrea represión militar Gómez se apoderó del país en nombre de la paz,
por ello recibió de la Iglesia Católica, bajo el mandato de Benedicto
XV, en el colmo del jalabolismo, la Orden Piana. Decir que un astroso
criminal como este rústico tirano era pío, es decir piadoso, es la
jalada de bolas más espectacular de la historia de la humanidad. Gómez
mantuvo al país en el siglo XIX hasta 1936, cuando su próstata podrida
tuvo a bien matarlo, en su cama, con extremaunción y rodeado de lágrimas
devotas. Es que los tiranos, llámense Stalin o Gómez, Fidel, Chávez
o Maduro, están unidos por el cordón umbilical de la paz. Tareck Zaidan
El Aissami Maddah, nacido circunstancialmente en Mérida, que hoy funge
como vicepresidente de la república, aunque el artículo 41 de la
Constitución establece que su titular no puede poseer doble
nacionalidad, como el otro que es venezolano por mandato del TSJ, destaca en unas declaraciones que el gobierno “promueve la paz, pero estamos preparándonos para la lucha armada, que es la nueva doctrina bolivariana, la guerra de todo el pueblo”.
Más claro imposible. Son sujetos de alta peligrosidad que buscan
desesperadamente una guerra. Olvidamos que Chávez salió al aire a
apoderarse del poder por las armas. Su sumisión a la democracia, que
despreciaba como a la política, fue un ardid. Recuerden su amenaza “esta revolución es pacífica pero armada”. Es decir “no se pongan cómicos porque los dejo pegaos”. La
máxima aspiración de esta banda de forajidos violentos y corruptos, es
que el pueblo duerma a pierna suelta, sin el menor esbozo de
insatisfacción ante su miseria moral y física. Que no exista disidencia
ni protestas sociales ni diferencias políticas traduce la palabra paz en
su mentalidad absolutista.
Despreciado buscando oxígeno
Maduro, que acumula un 75% de desagrado (léase arrechera),
distribuida equitativamente en todos los estratos de la población
venezolana, por sus abusos y desviaciones de poder, se lanza contra el
estado de derecho, decreto teocrático en ristre, en nombre del pueblo,
el que puede meter en autobuses,
con la excusa de la paz, en un maniqueísmo vergonzoso, ignorando
olímpicamente la herencia filosófica dejada por Ghandi a la humanidad,
“no hay camino para la paz, la paz es el camino”. Y lanza un anatema
fulgurante: “quien quiera paz debe estar con la constituyente”,
calificando por mampuesto a quienes denunciamos el carácter
inconstitucional de su usurpación de funciones, como guerreristas. Y sus
buzones empoderados repiten la consigna: “la Constituyente traerá la paz”,
la que ellos han quebrantado desde hace 18 años con sus violaciones,
trapisondas, inobservancias e interpretaciones caprichosas de la
Constitución, que para desgracia de su despotismo, ellos mismos se
impusieron. De nada vale la evidencia que señala como culpable de la
violencia a la criminal represión innecesaria que ha desplegado el gobierno contra manifestaciones pacíficas, que ha producido cerca de 40 asesinatos
de inocentes participantes que piden elecciones, de las que llevaron a
Maduro al poder por una diferencia despreciable después de tanta
alharaca. El estamento oficial se ha apoderado de la palabra paz,
pero vaciándola de contenido. Paz significa ahora “dejen quieto a
Maduro y a su banda de ladrones, para que sigan imperturbables
destruyendo la moneda, la moral pública y el aparato productivo”. Y la
nueva Constitución, producto de una ilegalidad, elaborada en Cuba,
traerá la paz, no comida ni medicinas ni seguridad personal ni poder
adquisitivo para el salario, solo la paz acumula polvo de los
sepulcros. Recomiendo a Maduro resumirla a un solo artículo: Lo que
Maduro diga, haga o deje de hacer, es ley suprema de la república.
La paz de Maduro puede ser su harakiri
El universo democrático internacional no admite ese subterfugio pacifista de Maduro y considera su salto al vació la consolidación de su dictadura.
Y, además, en megalomanía injustificada dotó a la oposición partidista y
social de un nuevo argumento poderoso para intensificar el rechazo a su
gobierno, aunque su decisión, en verdad, está amparada por la
obediencia a la sentencia 155 del TSJ, lo que certifica su vigencia: “Se ORDENA al Presidente de la República Bolivariana de Venezuela que (…) proceda a ejercer las medidas internacionales que estime pertinentes y necesarias (salida de la OEA)
para salvaguardar el orden constitucional, así como también que, en
ejercicio de sus atribuciones constitucionales y para garantizar la
gobernabilidad del país, tome las medidas civiles (¿armar colectivos?),
económicas (dólar a 5.500 Bsf?), militares (¿plan Zamora, antes Ávila?),
penales (imputar líderes de oposición?), administrativas (¿enroque de
sus ministros fanáticos?), políticas (¡Constituyente comunal!),
jurídicas (¿militarizar la justicia, violando el precepto del juez
natural?) y sociales (Clap, y aumentos salariales inflacionarios) que
estime pertinentes y necesarias para evitar un estado de conmoción; y en
el marco del Estado de Excepción…”. Sin embargo, con este acto írrito,
un verdadero suicidio histórico, adquiere vida el artículo 350 de la
Constitución, incorporado por la soberbia mesiánica de aquella infeliz
hora del surgimiento de la histeria feminoide por Chávez, para
justificar el alzamiento militar del 4F y que como la Asamblea
Constituyente y el referendo revocatorio, es arma de doble filo: “El
pueblo de Venezuela (…) desconocerá cualquier régimen, legislación o
autoridad que contraríe los valores, principios y garantías
democráticos o menoscabe los derechos humanos”. Medio palo.
Significa que la paz que Maduro busca, solamente puede encontrarse en su
renuncia, por imperativo del cometimiento de un acto que viola las
garantías democráticas. Ahora sí adquirió legitimidad constitucional ese
llamado a elecciones generales. Gracias a Maduro, el Chacumbele de la
salsa aguada.
En conclusión
No hay mejor cuña que la del mismo palo.
El vuelo madrugador, vía Cuba, de la “vaca sagrada” – apodo con el que
el pueblo nombraba el avión de Pérez Jiménez – anunciará la buena
nueva.